sábado, 14 de febrero de 2015

Del Draa al Ziz (V)


Hoy toca conocer Um Jerame, un viejo oasis en un cruce de caminos. El peso lo llevará hoy nuestro coche (que para eso viene) y nosotros vamos a disfrutar del paisaje. Aunque no varía mucho con el de ayer. Un te calentito y a caminar.
Para que te pongas en mi situación, aquí tienes una panorámica al poco de salir notros del poblado.
Observa la tranquilidad que se respira en un sitio como este. Y eso que el poblado no estaba lejos.
La zona de Imine Wassif es el valle de un río que corre (cuando llueve, claro) paralelo a una pared montañosa y que atraviesa toda la llanura.
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Las laderas de las montañas están marcadas por un buen puñado de veredas que se han formado por el trasiego de animales domésticos. Algunas de esas veredas se utilizan en la actualidad para ir de unos poblados a otros fuera de las carreteras oficiales.
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Gracias al río y al agua subterránea que perdura debajo de él, las acacias y otras plantas ponen una nota de vida en este paisaje.
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Hacia el Oeste vemos un ángulo nuevo de las montañas que pasamos ayer.
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No es raro encontrar cerca del cauce pozos excavados a mano, sin terminar o abandonados por falta de agua.
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Desde media falda ya se aprecia mucho mejor las dimensiones del valle y la línea de la pista que lleva la misma dirección que nosotros. La velocidad de algunos vehículos condiciona la nube de polvo dejada a su paso. Los nativos respetan a motorista y gente a pie o a lomos de animales y reducen todo lo posible la velocidad a la hora de cruzarse con alguien para evitarles esa molestia. También los adelantamientos tienen su código para evitar “disparar” piedras a los demás y suelen ocupar la calle contraria durante un rato una vez rebasado el otro vehículo. El desierto tiene sus propias normas de circulación.
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La sensación de soledad, en ocasiones, es eso, una sensación solamente. En esta foto es casi imposible distinguir un par de niños y varias cabras que caminaban paralelos a nosotros y que pude distinguir gracias a sus voces.
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Aunque es posible encontrarse con algún “tuareg” perdido por estos montes.
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Ya en la cima, se puede ver casi completamente el valle y el río que lo cruza, así como los huertos diseminados del poblado.
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Desde lo alto casi podemos hablar de tu a tu con las montañas de enfrente.
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Un recuerdo de la subida.
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La meseta que hay en la parte de arriba de la cadena de montes está sembrada casi por completo de piedras sueltas.
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La amplitud del paisaje te permite caminar libremente, a tu aire.
Desierto-197Y a pesar de la lejanía, no falta el recuerdo de la pertenencia a la especie humana, la única que descuida el entorno que la mantiene con vida.
Por el sitio menos esperado aparece la huella del ser humano.
A lo lejos, gracias al zoom de la máquina, se aprecia ya la mancha verde de los huertos de nuestro siguiente destino.
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Aunque son difíciles de ver durante el día, muchos animales dejan sus huellas en la arena blanda. Estas eran muy abundantes y me da en la nariz que pertenece a algún pequeño roedor.
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Esta otra perteneció a nuestros antepasados. Numerosos “corrales” como este, confeccionado con muros de piedra seca y con un corredor adosado en uno de sus laterales, acompañado de otros túmulos de piedra, más pequeños y también derrumbados que se acumulan en una de las laderas, protegidos de los vientos fríos del norte. Podrían pasar por refugios de pastores modernos si no fuera por la gran cantidad de lascas de sílex que se puede ver en sus proximidades.
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Este otro rastro ha sido dejado por cabras y dromedarios, a juzgar por la huellas que se ven en la arena. Puestos a pensar da la impresión de ser un lugar apropiado para baños de arena. O de barro si se visita tras un chaparrón.
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Esto otro es un refugio contra el viento de pastores modernos.
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Las veredas, debido al pedregal por el que corren, a veces son tan sutiles que hay que hacer esfuerzos para no perderlas o confundirlas.
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Esto otro parece la guarida de un Fenec, ese pequeño zorro orejudo del desierto que en la actualidad está muy solicitado por los nativos debido a la mala costumbre de los turistas de fotografiarse con alguna cría en brazos.
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Comenzamos el descenso de nuevo al valle. A lo lejos brilla el plástico de algún invernadero de los que empiezan a proliferar por la zona.
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En las laderas, las veredas se ven trabajas por manos humanas y reforzadas en algunos tramos por muretes de piedra.
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Por la tarde, la temperatura sube un poco y las corrientes de aire hace que se formen pequeños remolinos que levantan polvo y forman los característicos “embudos”. De hecho, justo a mi lado se formó uno que me dio un poco de tiempo a grabar mientras se movía.
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A pesar de la ausencia de viento, el calor del sol hace que se formen ligeros embudos de aire ascendente que levanta el polvo del suelo y pequeños trozos muy ligeros de plásticos abandonados, como este que se formó a mi lado y que me tuvo entretenido un rato.

<PARTE IV>                                                                                                                <PARTE VI>

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